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Un cuerpo en su excelencia de pájaro me ha mirado. No me di cuenta enseguida. Toma tiempo saber lo que en realidad ha estado pasando. Así y para eso nos hemos escrito cartas, unas largas y divertidas, otras que confiesan cosas inconfesables. Y aún con todo lo que hemos dicho en ellas no conozco tu casa, no conoces la mía y estás a varios países de distancia. Por lo menos cabemos dentro de la ilusión de ser “latinoamericanos”, y la de “venir de inmigrantes que hubieran querido volver a casa”. Total que estás tan y tan lejos que en la única ocasión en que fuímos a tu país volamos sobre los Andes Nevados. Tanto te había leído decir sobre esa cordillera, pero es verdad que verla y ser vista por ella fue otra cosa. Ahí es donde cabalmente entiendes lo que pagas por la distancia. En un mapa tú eres un caballo y yo una yegüa, los dos somos del mismo color, casi del mismo tamaño y por un capricho mío somos aparentemente del tamaño del país en que nacimos. Nos separan meridianos que he pintado en azul y en blanco en recuerdo del cielo y de las nubes (que tú convertiste en página) y si sumaras nuestros cuerpos dibujados, si los estiráramos en el mapa cubriríamos la distancia entre nuestros países (al menos en el mapa). Una medida verbal que existe entre querer y hablar y vive de querer hablar, de mares y de nada, de pasados y de todo. Ahí decimos mañana con incertidumbre pero con la boca llena. Muriendo a diario, dibujando y escribiendo insensateces. Del otro lado el mapa mide lo que el pájaro quieto, ese que dije que me había mirado. Así va esta teoría amigo infinito. No sirve más que una carta, no es una carta, no anula la distancia. Es una insensatez, pero es la única casa donde tú y yo nos encontramos.
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