Las escritoras en México, como las escritoras en todo el mundo, y tal vez mejor dicho, como todos los escritores en todo el mundo, trabajan contra un fondo de muchas amenazas, potenciales y actuales, contra su libertad de expresión.
En el pasado he escrito sobre las escritoras que han sido víctimas de la censura en el sentido común de la palabra, escritoras como Sor Juana Inés de la Cruz, a la que, en el año 1690, Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla, México, ordenó que dejara de publicar; escritoras como Myrna Mack Chang y Alaíde Foppa, una asesinada a puñaladas y la otra desaparecida, en Guatemala, silenciadas por su defensa de las comunidades indígenas; escitoras como María Elena Cruz Varela y Martha Beatriz Roque, ambas encarceladas en Cuba por sus escritos que critican al gobierno, y una multitud de otras escritoras, incluyendo a Rigoberta Menchú y Claribel Alegría, que tuvieron que exiliarse, sobre todo durante el periodo de las dictaduras latinoamericanas en los años 70 y 80. No faltan ejemplos de escritoras, entre ellas algunas de las mejores, que han sufrido todas estas formas de censura.
En los últimos años el Comité de Escritoras del PEN Internacional organizó dos conferencias en Guadalajara sobre el tema de “Censura y Autocensura”. En las dos, oí el mismo comentario, “Sí, los gobiernos y grupos paramilitares hacen horribles cosas a las escritoras, pero estos peligros parecen remotos comparados con lo que hacemos a nosotras mismas. El problema contra el cual luchamos todos los días, es la autocensura.”
Entonces he empezado a estudiar otro grupo de escritoras, las para quienes las fuentes de censura son sus propios corazones. Este grupo incluye a muchas escritoras destacadas que se han suicidado, tales como las latinoamericanas: Alfonsina Storni, Delmira Agostini, Concha Urquiza, Violeta Parra, Julia de Burgos, Rosario Castellanos y Alejandra Pizarnik. (También hay muchas norteamericanas y europeas, tales como: Carolyn Heilbrun, Sylvia Plath, Sara Teasdale, Edith Sodergran, Anne Sexton y Virginia Woolf.)
No me importan los detalles forenses. He incluido en esta lista a escritoras cuyas muertes posiblemente no se deben al suicidio. Casi todas murieron solas, pocas dejaron notas de suicidio explícitas. Sin embargo, el cuerpo de sus escritos confirma su identificación con el dolor insoportable y su obsesión con la idea del suicidio. Voy a citar especialmente la obra de Rosario Castellanos.
El suicidio es una violación extraña de la libertad de expresión, porque el perpetrador y la víctima son la misma persona. Pero estoy acostumbrada a vueltas peculiares en las investigaciones que enfocan a las escritoras. En los años 80, en las primeras reuniones que condujeron a la creación del Comité de Escritoras del PEN Internacional, todas nosotras nos dimos cuenta de que los patrones de la censura que las escritoras reportaron eran diferentes de los de los escritores. Las escritoras se quejaron contra sus gobiernos, pero se quejaron con más frecuencia contra los miembros de sus propias familias. Una escritora, ahora bastante famosa, dijo que sus esposo quemó su primera novela. Un grupo de Nepal dijo que no podían escribir nada sobre el sexo por temor de que sus suegras las calificaran de esposas infieles o indecentes.
Con las mujeres sobre quienes hablo hoy, creo que solamente doy un paso más, hasta las almas de las escritoras mismas. Aunque hay todavía esposos difíciles, no cometen la censura directamente, ya que su incomprensión, junto con el efecto de los miles de años de la opresión de la mujer, han sido asimilados por ella. Ella se vuelve su propia enemiga.
Uno de los temas que reaparecen en la poesía de estas mujeres es el dolor, el dolor intolerable. Una canción obsesionante de la chilena Violeta Parra termina igual como su vida:
Maldigo luna y paisaje los valles y los desiertos maldigo muerto por muerto y el vivo de rey a paje el ave con su plumaje yo la maldigo a porfía, las aulas, las sacristías porque me aflije un dolor, maldigo el vocablo amor con toda su porquería cuánto será mi dolor.
En Lamentación de Dido, la escritora mexicana Rosario Castellanos se identifica con el personaje de Dido, reina de Cartago, que se suicidó después del abandono de Eneas. Para Castellanos, la figura de Dido es el dolor mismo.
Ah sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no hay muerte
Porque el dolor– ¿ y qué otra cosa soy más que dolor?—me ha hecho eterna.
¿Qué es este dolor? Aparece en cientos de poemas de estas mujeres. Frecuentemente aparece como el dolor del rechazo o abandono por un amante:
Dido mi nombre…
Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el hachazo de un adiós tremendo.
Pero no está siempre ligado a un evento específico. En El otro, Castellanos sugiere que puede ser que ella simplemente tenga una vocación al dolor, como los del tipo de personalidad que Dostoevski calificó como “Almas adoloridas”.
Si nos duele la vida, si cada día llega desgarrando la entraña, si cada noche cae convulsa, asesinada Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre al que no conocemos...
No es solamente una vocación al sufrimiento. Las emociones de Castellanos también brotan en la hostilidad gratuita, y la víctima es ella misma.
Yo soy una señora: tratamiento arduo de conseguir, en mi caso, y más útil para alternar con los demás que un título extendido a mi nombre en cualquier academia... Soy más o menos fea. Eso depende mucho de la mano que aplica el maquillaje... En general, rehuyo los espejos. Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal y que hago el ridículo cuando pretendo coquetear con alguien... Vivo enfrente del Bosque. Pero casi nunca vuelvo los ojos para mirarlo... Sufro más bien por hábito, por herencia, por no diferenciarme más de mis congéneres que por causas concretas.
Este poema me hace sentir muy incómoda. ¿Cómo puedo protestar un poema? Expresa una emoción, ¿puedo protestar contra una emoción? Pero sí protesto, aunque parezca absurdo. Protesto contra la emoción misógina que lo inspira, que el poema expresa. Yo apoyo otra actitud, opuesta, expresada por la misma escritora en un libro de ensayos feministas en el cual critica – y parece rechazar – todas las actitudes de la sociedad que ella emplea en este poema para excoriarse a sí misma.
El título de aquel libro, Mujer que sabe latín, viene del dicho popular “Mujer que sabe latín no tiene marido ni tiene buen fin”, una reflexión de la atmósfera poco placentera en la cual todas las escritoras del mundo hemos crecido.
“La mujer, según definición de los clásicos, es un varón mutilado.” Así comienza uno de los ensayos de Mujer que sabe latín, que protesta contra nuestra sociedad porque mantiene a las mujeres ignorantes e infantiles en el nombre de la pureza, que critica las depredaciones de la moda, la práctica de atrofiar los pies, los corsés y todas las cosas horribles que las mujeres hemos hecho para hacernos agradables a los hombres. Este es el mismo tema que inspiró a la poeta argentina Alfonsina Storni, que también se suicidó, en un poema que es un crescendo repetitivo de indignación, que empieza:
Tú me quieres alba, me quieres de espumas, me quieres de nácar. Que sea azucena sobre todas, casta de perfume tenue... Tú me quieres nivea tú me quieres blanca, tú me quieres alba. [Tú me quieres blanca]
Además de los ensayos sobre la situación de la mujer, Mujer que sabe latín también contiene ensayos sobre la educación de la mujer en México y sobre muchas escritoras importantes. Es un clásico para los estudios de la mujer. Es muy difícil creer que la mujer que lo escribió es la misma que encontramos en su poesía.